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Mi vecina la psicóloga II

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Hoy le pagué a mi psicóloga. No diré la cifra porque no hay que hablar de plata, decía mi abuela. Me reconozco elegante y educado, por sobre todas las cosas. Suaves como las hojas muertas de los árboles en el otoño que acaba de nacer, los billetes de cien se desprendían de mis manos en silencio. Eran también billetes muertos? ¿A dónde irán a parar? Tal vez ya estén en manos de alguna cajera de supermercado chino o en la veterinaria. Mi psicóloga tiene un perro que, oh casualidad, siempre se pone a ladrar cuando faltan cinco minutos para terminar mi sesión. Me hace acordar a cuando era chico. La viejita dulce y buena, dueña del departamento donde vivíamos con mi familia, llamaba todos los primeros de mes para ver cómo andábamos y si necesitábamos algo.
Mi psicóloga, una única vez, algo avergonzada por los insistentes ladridos agudos que venían de otro cuarto, se excusó: “es así, sino lo saco cada una hora se vuelve loco”. No agregué nada más como para no perder segundos de mi sesión hablando de su canino. Pero María debe ser algo culposa, pensé.
Si fuera presidente, una de mis primeras medidas sería prohibir los perros en departamentos. La luna de miel que goza todo mandatario al asumir hay que aprovecharla para tomar medidas antipáticas. Chau pichicho!

Como les decía, hoy le pagué marzo, ya que hasta mediados de abril no nos volveremos a ver. La despedida fue como todas, salvo un “buen viaje” de rigor. En ese momento pensé: ¿y si se cae el avión? ¿y si me secuestra un comando palestino en Francia? “Lalo, uno no sabe lo que puede pasar hasta que lo intenta”, me había dicho ella minutos antes y por otro tema, en pleno climax de la sesión.
Hoy llegué algo dormido por culpa de tres mosquitos insistentes, pero la sesión fue levantando. Siempre van de menor a mayor: el climax se logra entre las 8:35 y las 8: 45 y vuelve a bajar apenas justo antes de terminar. Durante los minutos de climax mi voz ya no tiene rastros de carraspeo. Incluso puedo llegar a levantar el tono si es necesario y hasta gesticular con énfasis. Pero siempre se produce lo mejor casi sobre el final. A veces, envalentonado, le sigo hablando mientras nos paramos y caminamos a la puerta. Incluso he llegado a hablarle mientras la puerta del ascensor se iba cerrando, mientras ella me miraba con un dejo de lástima. Allí adentro no me importa ser patético. Para nada. Me asumo sin culpas como un paciente bilardista: durante esa hora busco sin descanso el resultado por sobre el juego bonito.
Es que el objetivo de las sesiones es lograr irte con algún pensamiento, idea o reflexión nueva. Ahí es cuando la sesión “se garpa sola”, como dicen ahora los pibes.
Pero mi abuela decía que no hay que hablar de plata.

Hasta la próxima sesión.


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